XVI

Después recordé haberme dicho a mí mismo —porque todavía no pude pensar en otra cosa— cuanto esperaba no volver a ver jamás a nadie en tal estado.

Sus ojos estaban hinchados y parecían salir de sus órbitas, tanto que mostraban un amplio anillo blanco en torno al iris. Toda la cara le relucía de humedad: sudor en la frente, lágrimas corriendo por las mejillas, saliva en el mentón. En apariencia no podía cerrar la boca de manera adecuada para tragar, porque permanecía dando sorbos de aire y a cada uno de ellos la lengua se le alzaba sobre el paladar de manera que me permitía ver su amarillento interior.

Vestía ropas de estar por casa fabricadas con tejidos terrestres y el alegre material se veía con rodales oscuros por la humedad y le colgaba fláccidamente del cuerpo.

Sin una palabra me empujó dentro del cuarto, espada en mano. La punta de la hoja se agitaba sin descanso, pero con un tremendo esfuerzo siempre la obligaba a volver a apuntarme. Cuando cruzó el umbral palpó a sus espaldas hasta encontrar el pestillo de la puerta y cerrarla bien con llave.

—Ahora —dijo con voz terriblemente sofocada—, dame café.

—No tengo nada —repuse con sequedad—. Ya se lo dije a Forrel.

—¡Embustero! —me escupió—. Forrel dijo que te negaste a dárselo. ¡Dame café!

—Forrell es el embustero, no yo —repuse—. Te dijo eso para salvar cobardemente su pellejo. La culpa es suya por no haberte racionado el suministro, y darte demasiada cada vez. Si no hubiese sido débil, ahora que lo necesitas habrías tenido café,

—¡Dame café! —replicó Pwill, hijo, con la tozudez de un maniático.

Mi corazón zozobró. Era cierto que Forrel había mentido para tapar su propio error. Pero aquel joven no estaba en trance de ser capaz de escuchar ningún argumento por sólido que fuera. Se veía poseído por una enorme y hambrienta necesidad y había perdido la capacidad del raciocinio.

Sin embargo, no podía tenerle lástima. Pensé en la esposa de Kramer muerta de desnutrición, y en la lastimera poca visión de su hijo por el mismo motivo, y pensé en toda la gente de la Tierra que había muerto, o sufría hambre, o caía enferma innecesariamente por causa de lo que los vorrianos le habían hecho sin motivo.

La espada osciló frenética ante mi rostro.

—¡De manera que el heredero de la Casa de Pwill ha venido subrepticiamente a mendigar ante un terrestre! —dije con el tono más glacial que pude—. ¡Bonito espectáculo para que lo viera tu padre!

Ni siquiera eso atravesó su ciega codicia. Pareció por fin comprender que era inútil seguir pidiéndome. Giró hacia la alacena donde guardaba mis provisiones y arrancó la cerradura con un par de mandobles de su espada, mientras incontenibles sollozos se escapaban de su pecho.

Sus ojos fijos registraron las estanterías y las aletas de la nariz se le distendieron mientras olisqueaba como un animal en busca del aroma inconfundible del café. Con toda seguridad no lo encontró; jamás guardé allí un paquetíto de los granos negros, prefiriendo siempre ocultarlo dentro del colchón para mayor seguridad.

Por fin pareció comprender la verdad. Dejó que la espada cayese al suelo con un tintineo metálico. La cabeza se le venció hacia adelante. Durante un momento me engañó; creí que iba a desmayarse, quizás sollozando.

Pero cuando di un paso hacia él, se puso rígido como si se sintiera galvanizado. Una mano subió al estante más cercano y se cerró en torno a un pesado jarro de cerámica que contenía sal. Con algo más que violencia animal giró en redondo y me lo lanzó a la cabeza.

Me agaché, pero demasiado despacio. Sentí un agudo y nublador golpe en la parte superior de mi cráneo que me impidió recuperar el equilibrio y entonces él se lanzó sobre mí, pateando, mordiendo, arañando y emitiendo ruidos que equidistaban de un sollozo y un grito. Comprendí que nadie le iba a oír; en aquel corredor estaba yo solo, con almacenes únicamente a ambos lados de mi cuarto. Mi vida estaba en juego.

Aquel simple hecho fue lo que me hizo reaccionar con tanta rapidez. Eso había sido la primera parte de mi largo, largísimo entrenamiento allá en la Tierra... sí, lo primero que aprendí fue a matar de manera eficiente con las manos desnudas. Nadie podía precisar cuantos incontables soldados vorrianos perdieron la vida por culpa de pensar que un terrestre sin armas no era peligroso.

Desprecié su fútil martilleo a mi cabeza y hombros, sus locos intentos de cerrar sus manos en torno a mi garganta. Liberté mi brazo derecho atrapado entre su cuerpo y el mío, doblé la mano con el dorso formando ángulo recto, aprendido tras muchos meses de práctica —sin esa práctica de la que me acordaba, me habría dislocado la muñeca— y golpeé hacia arriba contra su barbilla.

Su cabeza se fue hacía atrás en dos etapas, la primera sangrienta porque sus dientes se cerraron sobre la lengua, la segunda fatal. Se oyó un sonido como el de un bastoncito de madera seca al quebrarse dentro de un rollo de tela.

Aparté su cuerpo de mí y con torpeza me puse en pie, mirándole y comprendiendo despacio lo que acababa de hacer. Todas las mentiras de Shavarri para ayudarme, todos sus intrigas para protegerme mientras yo la protegía a ella, de nada me servirían ahora. Aquí en el suelo de mi cuarto yacía el heredero de la Casa de Pwill con el cuello roto.

Le dejé y me acerqué a la estantería superior de la alacena, palpando con dedos temblorosos detrás de la fila de tarros y botes de productos terrestres hasta que encontré el frasquito preciado de coñac que tenía guardado desde mi llegada. Lo destapé y apuré su contenido de un trago. Su fuego reconfortador me alivió un poco. Arrojé a un lado el frasco vacío y volví junto al cadáver.

Docenas de posibilidades cruzaron mi cerebro. Si quería que aquello no se convirtiese para mí en el desastre definitivo tenía que preparar algún plan de verdad inteligente paro tapar lo que había pasado.

Pensé en sacar sin ser visto el cuerpo afuera, al gran patio, y prepararlo todo para que apareciese como si se hubiera caído de una de las galerías o terrazas. La deseché porque me pareció irrealizable en seguida. No había la menor oportunidad de que la vigilancia nocturna no me descubriera portando el cadáver.

¿No sería seguramente inútil también esconder el cuerpo y fingir que nada había pasado...?

Me hice un repaso a mí mismo. Noté como una especie de dura sonrisa cruzaba mi rostro. ¿“Era” eso tan inútil? Supongamos que pudiera esconder el cadáver por completo. Supongamos también — eso no lo sabía, pero podía esperarlo— que Shavarri hubiera tenido ya ocasión de susurrar sus hipnóticas acciones a Pwill En Persona. Ella le aseguraría a Pwill que yo era inocente y que había obedecido las órdenes que él me dio; le diría, en cambio, que la culpa de todo la tenia Forrel.

Entonces, cuando se descubriese que el heredero parecía haberse evaporado, podría dejar caer indirectas —o en el peor de los casos, podría decirle a Pwill con claridad lo que pensaba— insinuando que el joven se había ido al Acre en busca de café y que quizás lo habían raptado. ¿No reuniría en tal caso Pwill a sus soldados, aun cuando lo que Shavarri le hubiera dicho de no atacar al Acre, y marcharía a buscar a su hijo?

Claro que era una cosa de la que no podía estar seguro por completo, pero siempre quedaba Llaq, por si Pwill En Persona no respondía como lo tenía planeado.

Entonces, haría eso. Ahora: ¿dónde esconder el cuerpo? Consideré el hecho de que una de las cloacas principales que servía a la casa pasaba por debajo de un corredor cercano; uno podía oír el circular de las aguas residuales si escuchaba en la trampa de madera que estaba a pocos momentos de camino de mi habitación. No bastaría sencillamente con dejar caer el cuerpo al arroyo de agua maloliente. Por la mañana podría estar a muchos kilómetros de distancia, es verdad -—pero dentro de la hacienda y cualquiera que por casualidad fuese al río al que desembocaba la cloaca podría reconocer el cadáver. Tendría que encontrar otra alternativa... sin embargo la alcantarilla parecía el plan más obvio.

Lo que tenía que hacer, decidí, era meter el cuerpo en el túnel y luego en vez de dejarlo que se lo llevara la corriente, anclarlo de alguna manera para que la contrapartida vorriana de nuestras ratas pudieran cebarse en él. Y con certeza que lo harían. Cada día se encontraban y se mataban aquí en los almacenes docenas de estos roedores.

Tendría que actuar con rapidez. Escondí el cuerpo sin ninguna ceremonia debajo de mi cama, por si acaso se daba la posibilidad entre un millón de que alguien entrara por haber oído los gritos y se decidía a investigar. Luego me apresuré a recorrer el oscurísimo pasillo.

En la intersección más próxima a la trampilla que yo pensaba utilizar, ardía una antorcha en un anaquel sito en el nicho adecuado en la pared. Uno de los trabajos del vigilante era el cambiar las antorchas que estaban casi consumidas por otras nuevas al pasar efectuando su ronda. Tomé una de las teas de repuesto, la encendí y me introduje por la trampilla.

El aire fétido casi me hizo durante un momento sentir náuseas. Luego pareció soplar una brisa fresca agitando la llama de mi antorcha y reavivándola, de manera que pude proseguir. Con toda probabilidad calculé que debajo de la trampilla y hasta llegar al pozo desde la repisa en que me hallaba, habría una escalera y después, a lo largo de la alcantarilla un pasillo estrecho por el que poder caminar. Alumbré hacia abajo para mirar...

—Sí, lo hay —exclamé para mi.

En electo, estaba la escalera y el pasillo estrecho, más unos cuatro o cinco ganchos cuyo propósito no pude ni imaginar pero que para lo que yo me proponía eran perfectos. Es más, a la luz de la antorcha pude oír cómo las ratas escapaban huyendo del resplandor luminoso.

Volví apresuradamente a mi cuarto.

No puedo recordar que en mi vida hubiese hecho otro viaje más lento y agonizante que el que realicé con el cadáver sobre mis hombros. En los almacenes cerca de mis habitaciones había hallado un pedazo de cuerda y con ella até juntos los pies y los brazos a ambos lados para impedir que oscilaran como péndulos, aunque a pesar de ello la carga fue muy pesada. Hubo un momento en que por poco me caigo al arroyo de agua putrefacta, lo que habría sido fatal para mi plan, puesto que aun pudiéndome salvar yo a nado o como fuese, el cuerpo del heredero habría sido arrastrado por la corriente. Pero logré sujetarme a la escala y tras lo que me pareció una eternidad conseguí bajar el cuerpo por la abertura y colocarlo en las losas del cáminillo que bordeaba el agua.

Allí le dejé, atado a cuatro de los ganchos de hierro, para que las ratas lo consumieran. No perdí mucho tiempo allá abajo, porque el hedor me sofocaba y antes de que amaneciera tenía que limpiarme bien yo mismo v mi habitación borrando todos los signos de la pelea que habíamos tenido.

Ya estaba saliendo por la trampilla cuando oí las pisadas, Un paso lento, mesurado, el paso de un hombre efectuando la ronda rutinaria.

Horrorizado, miré a la antorcha que chisporroteaba en el nicho cercano. ¿Cómo me había dejado pasar aquello tan evidente por alto? La antorcha estaba ya medio a punto de apagarse y eso significaba que la patrulla no tardaría en venir a renovarla... ¡y aquí, al alcance de la mano se hallaba el cadáver!

No tenía tiempo de cerrar con fuerza la tapa de la trampilla. En cualquier caso, el ruido habría alarmado al hombre que venía, que era lo último que yo deseaba en este mundo. Mi mente voló.

—¡Eh! ¡Soldado! —llamé. Las pisadas se detuvieron a poca distancia mía.

—¡He oído ruidos! —dije con sequedad—. Salí y me encontré esta tapa alzada. ¿No crees que podría ser un ladrón tratando de introducirse en las habitaciones?

Con toda claridad aquel joven soldado no era un prodigio de inteligencia.

—¡Oh... puede! —dijo—. ¿Hay alguien ahí abajo?

—Eso trataba de averiguar —contesté—. Quizás tu vista sea más aguda que la mía. ¡Mira, echa una ojeada!

Le hice un gesto para que se adelantara. Insospechadamente, me hizo caso.

Lamenté eso más que la muerte del Heredero Aparente Pwill. Pero era preciso. Le golpeé en la nuca en la porción de su cuello que se veía por debajo del casco y por encima del uniforme y murió sin emitir el menor sonido. Cayó hacia adelante levantando una gran salpicadura, medio dentro, medio fuera del torrente de la alcantarilla. Oí más susurros y vi unas cuantas formas oscuras salir de las sombras, los ojos brillando bajo la débil luz de la antorcha.

Cerré la tapa. Tuve que volver a abrirla un momento después y lanzar sobre su cuerpo el insulto final al vomitar cuanto tenía en el estómago.

No esperaba volverme a dormir cuando, después de limpiar todas las huellas, cansinamente me tumbé encima de la cama. Pero tenía que pretender que todo transcurría como de costumbre.

Para mi sorpresa me volví a dormir una hora antes o así del alba.

Soñé en que me devoraban las ratas.